En muchas conversaciones relacionadas con la evolución biológica se observa un argumento relativamente recurrente. Es una afirmación que no solo viene de parte de creacionistas, sino también de personas que aceptan la evolución pero ignoran cómo sucede de forma particular.
Suele decirse que el ser humano ya no está evolucionando. Que en el momento en que no nos dejamos influenciar por las fuerzas naturales, ya dejamos de evolucionar. Por el lado creacionista, dicen esto basándose en su creencia de que la evolución no existe —y usan este supuesto hecho de que el ser humano ya no está evolucionando para supuestamente falsar la teoría de la evolución, ignorando ya no solo que la posibilidad de que una especie permanezca estable no falsa la teoría sintética, ya que es una posibilidad que está incluida en la mima, sino también que la teoría no es más que una explicación comprobada y verificada de un hecho empírico observado, que conocemos como evolución biológica.
Pero de eso ya hemos hablado muchas veces.
Por su parte, las personas que se defienden suelen hacerlo alegando que cuando una especie deja de sufrir presión selectiva, el proceso evolutivo entra en fase de estasis —largos períodos de tiempo sin modificaciones evolutivas—, en las que los únicos cambios patentes son los que se generan por efecto de la deriva genética, que suelen ser de muy baja magnitud, y que eso es lo que le está sucediendo al ser humano.
Pero, si bien es cierto que cuando una especie no sufre presión selectiva, sus cambios evolutivos se frenan de forma muy significativa o incluso cesan por completo, el problema argumental no solo se encuentra ahí. Está un poco más arriba. En la premisa inicial.
Y es que, ¿De verdad está superando el ser humano la presión selectiva natural? ¿Es cierto que tenemos los mismos genes y el mismo cerebro que nuestros antepasados de la edad de piedra? ¿O seguimos evolucionando?
La combinación de una cultura elaborada, tecnología avanzada y nuevos descubrimientos en el campo de la biomedicina habrían amortiguado eficazmente la presión selectiva natural. Es un hecho que la medicina del último siglo y medio ha influido muy notablemente en la capacidad de los seres humanos para debilitar los efectos de los genes nocivos, y estos avances han permitido el aumento de la aptitud de personas que sin ayuda de la medicina no hubieran alcanzado la edad reproductiva.
En los países desarrollados, el mayor éxito ya no radica en el individuo más capaz, más sano o más inteligente. Hace veinte mil años, un miope habría sido despreciado o marginado por su incapacidad de cazar; pero hoy se pone unas gafas y es tan hábil y capaz como cualquier persona sin defectos en la vista. Hace veinte mil años había una selección del sentido de la vista que hoy día ha desaparecido debido a los desarrollos técnicos y médicos que han servido para paliar los defectos visuales.
Solo es un ejemplo.
Por otra parte en las últimas generaciones en occidente se ha establecido una tendencia según la cual las personas que dedican su vida al conocimiento y al mundo universitario suelen tener en promedio menos descendencia que aquellas que no reciben una educación superior. Esto se ve representado de una forma divertida y satírica en la película Idiocracia, que recomiendo a todos que veáis.
Pero ¿hasta que punto es cierto eso de que la evolución ha dejado de actuar en los humanos a causa de los avances y todo eso? No podemos extrapolar los aspectos evolutivos a partir de los patrones de vida del último siglo (el único en el que el alcance universal de la medicina ha estado vigente); en un siglo se estiman aproximadamente cinco generaciones, un número insuficiente para poder observar cambios significativos que se hayan acumulado y dispersado por la población; la evolución de las poblaciones requiere un mayor número de generaciones para que sus efectos sean visibles y patentes; estamos hablando de un proceso biológico en el que la unidad de medida serían los cientos de generaciones, ergo, los miles de años.
Así pues, analicemos el tema desde esa perspectiva...
Continúa en la segunda parte.
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